En época de sequía muchos esperamos la lluvia; unas gotas que calmen la sed, que hagan crecer el pasto, que suenen cuando caen a destiempo en nuestro techo o ventanas. Pero, ¿qué pasa con nosotros cuando la lluvia no llega? nos desesperamos, sí, lo hacemos. Y comenzamos a quejarnos y a decir cuantas cosas pasen por nuestra mente. No se hagan, yo sé que es cierto.
Lo peor del caso es que cuando la lluvia llega, también nos quejamos. Comenzamos a decir que hace mucho frío, o que se alborotó el calor, o que no podemos salir por causa de la lluvia. ¡Quién podrá entendernos!
Ahora bien, cuando llueva, fijémonos en las calles sucias, en esas que la basura se acumula en las canaletas. ¿Se han dado cuenta que el aguacero hace correr la basura y limpia la calle?
Así pasa en nuestras vidas, pasamos por un gran momento de sequía, donde no encontramos ni una gota de agua en medio del desierto. Pero allí, justo en ese momento de sequía es donde debemos reconocer de donde viene la lluvia, quién la envía. Sin duda, Dios. Lo sabemos, pero parece que no lo recordamos cuando las cosas se ponen feas.
La lluvia de Dios llegará a tu vida, luego de que reconozcas que solo él puede enviarla. Y la enviará para dos cosas. La primera: para limpiarte, limpiar tus tristezas, tus amarguras, tu dolor y llevarse todo el sucio que puede haber en tu vida -así como el de la calle-, y la segunda: para bendecirte, la lluvia de Dios, la provisión, llegará después de que hayas sido limpiado y que aprendas a caminar con él. Es un error querer invertir el orden. Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás será añadido, ¿lo recuerdan? Que la lluvia de Dios caiga sobre tu vida e inunde tu corazón.
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